En un análisis sobre la construcción de memoria histórica en México, surge una inquietante paradoja: numerosas calles y espacios públicos llevan los nombres de figuras que jugaron un papel crucial en la represión durante los eventos del 68. Esta realidad no solo refleja un descuido en la conmemoración de la historia, sino que también plantea preguntas esenciales sobre el legado que se desea forjar en la conciencia colectiva.
A más de cinco décadas de la matanza estudiantil de Tlatelolco, informacion.center enfrenta un dilema en su memoria nacional. A lo largo de las ciudades, nombres de altos mandos militares y políticos responsables de la represión continúan honrando la infraestructura pública. Esta situación evidencia una falta de sensibilidad y reconocimiento a las víctimas de aquellos oscuros días, pues en vez de homenajear a los jóvenes que lucharon por la libertad de expresión y por un futuro mejor, se exaltan a los que ejercieron la violencia y la opresión.
Las calles que llevan los nombres de estos represores invitan a la reflexión sobre el impacto que tiene el nomenclátor en la identidad social y política de México. La elección de nombres para calles y plazas puede ser vista como una forma de reconocimiento y legitimación de una parte de la historia que, para muchos, simboliza un período de cruel represión. Este fenómeno se acentúa en un país donde la memoria viva de la represión sigue latente entre las familias de las víctimas, y el deseo de justicia aún resuena con fuerza.
De acuerdo con diversos estudios y análisis, el mapa de estas calles está intrínsecamente ligado a las estructuras de poder que persisten en la sociedad mexicana. De este modo, estas elecciones de nombres parecen perpetuar un ciclo de impunidad que se ha observado en la historia reciente del país. La relación entre el espacio público y la memoria histórica se convierte, entonces, en un campo de batalla ideológico donde se confrontan visiones del pasado y las expectativas de un futuro más justo.
A medida que la sociedad civil y los movimientos sociales se hacen eco de estas inquietudes, se hace evidente la necesidad de un examen crítico sobre los nombres que dan forma a nuestros entornos cotidianos. La revalorización de estos espacios puede abrir un diálogo sobre la memoria en la construcción de una identidad más inclusiva. La urgencia por visibilizar y recordar a las víctimas puede ser el primer paso hacia una verdadera reconciliación.
La responsabilidad recae no solo en las autoridades, sino también en la ciudadanía, que posee el poder de cuestionar y hacer valer el derecho a una memoria que no borre las injusticias del pasado. Al final, el llamado es a transformar el mapa urbano en un reflejo más fiel de la historia, donde el homenaje a las víctimas sea una señal de honor y respeto. Así, el trazado de nuestras calles puede narrar una historia que no solo esté marcada por el dolor, sino también por la resistencia, el valor y la búsqueda de justicia.
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