El conflicto en el Medio Oriente se presenta como una situación de alta tensión y explosividad. Israel, con la mirada centrada en el avance del programa nuclear iraní, toma la decisión de atacar. Esta decisión no pasa desapercibida; Donald Trump, en un giro inesperado, es informado y da su visto bueno. En este contexto, una “voz amiga” dentro del gobierno estadounidense alerta a Irán sobre el ataque, permitiéndole a este último tomar medidas para proteger sus instalaciones nucleares y su uranio enriquecido.
Durante varios días, las hostilidades se intensifican, con ambos países intercambiando misiles. Mientras tanto, la posibilidad de un enfrentamiento mayor preocupa a expertos que monitorean la situación. En un desarrollo crucial, Trump decide apuntar a las instalaciones nucleares de Irán, pero nuevamente, la Casa Blanca advierte al régimen iraní, minimizando así el potencial de daño. Los ataques estadounidenses resultan ser limitados y, aunque Israel se muestra exultante, Irán emite amenazas de represalias, atacando finalmente bases militares en Qatar, aunque con el mismo patrón de advertencia.
Para ese momento, los mercados de Wall Street se estabilizan, lo que indica que los actores económicos han absorbido la noticia de los ataques. Esto culmina con Trump declarando el fin del enfrentamiento. En este escenario, tanto Israel como Irán proclaman victorias, mientras que el presidente estadounidense se retrata a sí mismo como un líder del orden mundial, comparando el conflicto con momentos históricos de devastación. Así, el panorama en el Medio Oriente parece distenderse, aunque todos, salvo Trump, resultan perjudicados.
Por otro lado, la presión que Trump ejerce sobre sus aliados europeos en la OTAN ha estado en el centro de atención desde antes de su mandato. Insiste en que deben asumir mayores responsabilidades y aumentar su aportación financiera. La reverberación de su retórica se nota, especialmente con la amenaza de aranceles y la reciente invasión rusa en Ucrania, que ha reavivado las preocupaciones sobre la seguridad en Europa.
El primer secretario de la OTAN en 1949 definió la organización como un mecanismo que mantiene a los americanos dentro y a los rusos fuera. Hoy, la situación ha cambiado drásticamente: la Rusia contemporánea no se asemeja a la del pasado y se aleja de sus características comunistas, mientras que Estados Unidos se ha vuelto una figura en la que muchos europeos desconfían. A pesar de la resistencia, los líderes europeos se ven obligados a ceder ante las exigencias de Washington. En una reciente reunión en La Haya, los 32 estados miembros de la OTAN acordaron aumentar su presupuesto de defensa hasta un 5% de su PIB para 2035. Sin embargo, algunos líderes, como el presidente español, Pedro Sánchez, han expresado que tal aumento podría comprometer el bienestar y los intereses económicos de su país.
Esta decisión ha sido celebrada por Trump como una gran victoria, pero no es bien recibida por los países europeos, que consideran que el aumento en el gasto militar no aborda la lucha contra el terrorismo ni responde a las verdaderas amenazas que enfrentan. Esta desconexión se ve reflejada en comentarios de líderes europeos que manifestaron que “a veces, ‘papi’ necesita hablar enérgicamente para que se detengan”.
Mientras tanto, en el contexto interno de México, las tensiones también están a la orden del día. Funcionarios estadounidenses han calificado a México como un adversario y han señalado específicamente la actividad del narco en el lavado de dinero a través de instituciones financieras. Ante esta situación, figuras mexicanas como Claudia Sheinbaum han adoptado una postura defensiva, mientras que se están sentando las bases para un sistema de gobernanza que evoca un Estado autoritario con características policiales y militares. Este contexto de relaciones tensas entre naciones y el manejo del orden interno refleja un complejo entramado de poder que se desarrolla en la actualidad.
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