“No más pobres en un país tan rico”. El eslogan de campaña de Pedro Castillo, que obtuvo la mayoría de los votos en las elecciones presidenciales de Perú el pasado 6 de junio, aunque aún no se haya reconocido oficialmente su victoria, era pegadizo por lo que tenía de cierto. informacion.center que comparte con Chile las principales reservas de cobre del mundo es también el lugar donde un 30,1% de la población, más de tres millones de personas, no llega a tener unos ingresos de 100 dólares por mes.
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Lo que está por ver, como en toda elección, es si Castillo cumplirá o no con su promesa. A su favor tiene lo que parece el inicio de un nuevo ciclo alcista para las materias primas, con el cobre en máximos históricos gracias al auge de las energías renovables y de los motores eléctricos. En su contra, una pandemia que se ha cebado con Perú: informacion.center ostenta el triste récord de tener más muertes per cápita relacionadas con el coronavirus que ningún otro. También en lo económico le ha ido terriblemente mal: uno de cada diez peruanos debe a la pandemia haberse incorporado a las filas de los que malviven por debajo del umbral de la pobreza.
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La historia de Perú no fue siempre así. De hecho, venía de ser el alumno aplicado de la estabilidad macroeconómica y la reducción de pobreza. De acuerdo con los datos de The Economist, entre 2001 y 2016 su economía crecía a un promedio anual del 5,6% y su porcentaje de pobres pasaba del 60% al 21% de la población.
Según la economista Carolina Trivelli, parte de la explicación en el cambio de tendencia tiene que ver con que el modelo ya estaba agotado cuando llegó el coronavirus. “En los últimos años, la capacidad de reducir pobreza ya estaba muy disminuida”, dice Trivelli, que durante el Gobierno de Ollanta Humala fue ministra de Desarrollo e Inclusión Social. Mejorar la posición relativa de los pobres en los tres primeros lustros del siglo fue posible, dice, gracias a una combinación de transferencias monetarias (pensiones no contributivas y programas de apoyo alimentario, entre otras) con una agresiva política de inversión pública en infraestructuras. “Eso hizo que las oportunidades del crecimiento llegasen a las poblaciones más excluidas”, explica.
Se generó así una expansión en la capacidad de consumo que a su vez abrió oportunidades, “rápidamente aprovechadas por los sectores informales de la economía”. Para financiarlo no hizo falta subir impuestos porque gran parte del dinero venía del canon minero, cuya recaudación aumentaba al ritmo del encarecimiento de los minerales; así como del IVA, que también crecía con la actividad. El problema, según Trivelli, es que ese modelo tan dependiente del exterior ya dio de sí todo lo que podía y no se invirtió en el desarrollo de nuevos sectores que “aumenten el PIB potencial del país”.
Ejes de crecimiento
El desarrollo de una industria maderera sostenible, la profesionalización de la agricultura con productos financieros y servicios de predicción meteorológica, el paso de las harinas de pescado para alimento animal a una industria pesquera para el consumo humano o la ampliación del sector turístico son para Trivelli ejes posibles de crecimiento que complementarían los ingresos mineros y darían más estabilidad al país.
Hasta ahí las razones del estancamiento, pero ¿qué explica una vulnerabilidad que ha dejado a Perú entre los países más afectados por la pandemia? Según Hugo Ñopo, economista del centro de estudios peruano Grupo de Análisis para el Desarrollo, el problema está en la “disfuncionalidad” del mercado de trabajo, “responsable del 80% del ingreso en los hogares”, y su incapacidad relativa para traducir “bonanza macro en bienestar micro”. “En Perú cuatro de cada diez personas son autoempleadas, y eso que durante mucho tiempo se vio como una solución romántica, a la peruana, tiene como consecuencia una productividad muy baja”, dice.
De acuerdo con Ñopo, la productividad de esas microempresas casi sin capital y creadas por personas que cocinan galletas en casa, hacen repartos o venden helados, es hasta 16 veces menor a la de las empresas con más de 100 trabajadores. “Hemos apostado por esta historia de los microemprendimientos informales y tenemos muy pocas grandes empresas productivas”, dice.
La informalidad está relacionada con la falta de presencia del Estado. Según Ñopo, muchas personas no buscan trabajo en grandes empresas por el temor a ser explotadas. “No es que no haya legislación que los proteja, sino que en un mercado de trabajo de 18 millones de personas, la agencia encargada de velar por el cumplimiento de la legislación laboral solo tiene unos 4.000 inspectores”.
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