Las espeleólogas Ambar Marina Cuevas y Tania Ramírez caminan en medio de la selva sobre un suelo que, metro a metro, tiene decenas de hoyos. No lo dicen, pero saben que aquellas aberturas, cuyo fondo no se alcanza a ver, no son más que vestigios de la existencia de miles de cuevas subterráneas interconectadas entre sí que se encuentran justo por debajo de ellas.
Uno de esos hoyos, del tamaño de un balón de fútbol, resalta porque alguien, quién sabe quién, agarró un tronco de los árboles ya talados que ahora se encuentran arrumbados a un lado del camino y lo metió para saber su profundidad. Basta sólo un poco de fuerza para sacarlo y descubrir que dicho tronco tiene casi seis metros de altura.
Su recorrido se interrumpe por la presencia de una enorme excavadora con dos sellos que en letras rojas dice “clausurado” y “suspensión”, misma que se mantiene parada luego de arduos días de abrirle paso a través de la selva al Tren Maya, obra emblemática de la Cuatroté que se realiza sobre un suelo con alto riesgo de colapso.
Los biólogos explican que esta situación se debe a que la Península de Yucatán está sobre una enorme plataforma de roca calcárea o caliza, que no es más que carbonato de calcio, y cuya porosidad y permeabilidad es tal que por eso no existen ríos superficiales en la zona. Toda el agua se filtra directo hasta el manto freático. Son estas mismas características las que vuelven a dicha roca, en algunas zonas, tan frágil como una barra de mazapán.
A tan sólo 50 metros de donde está la excavadora –que ha dejado de avanzar gracias a un amparo que frenó de momento la obra–, se encuentra un boquete de no más de dos metros de diámetro que los ambientalistas locales han nombrado como Yoragama 3, uno de los casi cien “puntos de daño” a los sistemas de cuevas que se han logrado identificar tan sólo en la zona donde se construye el tramo 5 del Tren Maya, que va de Cancún a Tulum, en Quintana Roo.
Antes de entrar a la cueva, Ambar y Tania se ponen sus cascos, prenden sus lámparas y se sumergen en esa oscuridad que parece no tener fin. Afuera lo único que resguarda la zona es una cinta amarilla mal puesta que tiene estampada la palabra “precaución”.
Apenas dos metros de piedra porosa separan la superficie por la que pasará el Tren Maya del techo de la cueva, en cuya extensión abundan estalactitas que parecen cientos de cuchillos naturales a punto de caer. La altura de esta gran bóveda es el equivalente a un edificio de dos pisos, aunque el fondo de la cueva no se alcanza a apreciar a pesar de la potente luz de las lámparas.
Dentro de la cueva todo es evidente: la piedra es tan porosa que las raíces de los árboles la atraviesan hasta llegar a los cientos de cuerpos de agua dulce que abundan en la región, único suministro de este recurso en la zona.
Lo dicho por los expertos no es mentira. Al contacto con las manos la piedra, que afuera parece dura y filosa, adquiere la consistencia de un pan muy rígido. El calor es sofocante, pero eso no impide que las exploradoras hablen.
“Nosotros sabemos lo que está en riesgo y sabemos lo que está abajo. No todo mundo lo sabe. Los patrimonios y los regalos de México no se encuentran en la superficie, también hay muchos abajo”, dice Ambar.
Entonces sí es preocupante porque el agua nos compete a todos. El agua es vida, la vida nos compete a todos
“En realidad, las personas que conocemos de dónde viene el agua, de cómo se está fragmentando todo el hábitat y todo esto, pues justamente somos los que estamos luchando”, agrega Tania, que califica como injusto el hecho de que desde el Gobierno federal se diga que “se habla con los campesinos” cuando en esta zona ni siquiera hay tierra donde cultivar.
De vuelta en la superficie, Tania extiende los brazos con las palmas de las manos hacia arriba para evidenciar que nos encontramos en medio de la selva, cuya única intervención ha sido producto de las empresas Grupo México y Acciona Infraestructuras, quienes laboran en la zona. Hoy, donde solía escucharse el legendario canto del pájaro Toh y los cientos de ruidos de la naturaleza, sólo hay silencio.
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