La guerra iniciada por Vladímir Putin en Ucrania está precipitando una revolución energética con consecuencias a escala global, que afectan tanto a las relaciones internacionales como a los mercados y a la vida cotidiana de miles de millones de personas. Su impacto es enorme. Rusia es el principal exportador de combustibles fósiles, y la invasión ha convertido a su energía en anatema en Occidente. Este giro abrupto actúa como un extraordinario acelerador de partículas en transformaciones que ya se venían gestando. No solo en Europa, y no solo en el sector energético.
En primer plano, la UE busca a la desesperada cómo superar su dependencia energética de Moscú, con más urgencia todavía después de la decisión del Kremlin de esta semana de cortar los suministros de gas a Polonia y Bulgaria. Esto se traduce en negociaciones con otros exportadores, en un nuevo impulso a las renovables, en el fomento de hábitos que reduzcan el consumo energético, en un impulso a la intervención pública en el sector y en nuevas políticas de subsidios para aligerar las facturas.
Más allá, China e India saborean la oportunidad de aprovisionarse a precios ventajosos de los hidrocarburos del Kremlin que Occidente ya no quiere; regímenes autoritarios que son grandes productores de combustibles entrevén la posibilidad de resituarse en posición de mayor fortaleza ante las democracias occidentales; y aquellos que disponen de las materias primas necesarias para impulsar la transición a las energías verdes vislumbran la lucrativa perspectiva de una carrera aún más desbocada para avanzar en esa senda.
Pero hay más: la crisis desatada por Moscú espolea un profundo giro geoeconómico que afecta a otras cadenas de suministro. “Tenemos que estrechar nuestros lazos con aquellos que se adhieren firmemente a un conjunto de normas y valores, trabajar juntos para asegurarnos de que podemos satisfacer nuestra demanda de materias primas esenciales”, resumía la secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Janet Yellen, en una reciente conferencia celebrada en el Atlantic Council en la que quedaban claros los contornos —potencialmente enormes— de la reordenación global que viene. Putin ha llevado el friend-shoring, un anglicismo tan difícil de traducir como sencillo de comprender (comprar a los amigos, esquivar a los potenciales enemigos), a primera línea de prioridades en tiempo récord. La energía es un terreno especialmente abonado para su aplicación, aunque ni mucho menos el único.
“Necesitamos modernizar la aproximación multilateral que hemos utilizado para construir integración comercial”, dijo Yellen. “Nuestro objetivo debería ser un comercio libre pero seguro. No podemos permitir que algunos países usen sus posiciones de mercado en productos, tecnologías y materiales clave para disponer del poder de provocar disrupción en nuestras economías y ejercer presión geopolítica indeseada. Sigamos construyendo y profundizando la integración económica (…) con países con los que sabemos que podemos contar”.
Esta reconfiguración de las cadenas de suministro impulsará la inflación. Si en las últimas décadas la deslocalización a lugares con bajos costes de producción ha permitido reducir precios en Occidente, ahora reubicar las cadenas en países amigos o resituar en territorio nacional segmentos de la producción aumentará los costes, con los consiguientes retos en términos de poder adquisitivo y justicia social.
El proceso está en marcha. El ritmo de contracción de las ventas rusas después de la invasión está siendo menor de lo que muchos pensaron en un primer momento. En gran medida porque, como subraya un ejecutivo del sector bajo condición de anonimato, por mucho que las petroleras no participen en el mercado al contado, los contratos de largo plazo no se romperán hasta que no haya sanciones—. Pero las cosas empiezan a moverse, y el Kremlin teme ya una contracción del 17% en su producción petrolera en 2022, su mayor partida exportadora junto con el gas.
“Lo que hace distinta a Rusia es que es grande en todo: no solo es un gran exportador de petróleo y gas, sino también de carbón y carburantes”, apunta Luisa Palacios, profesora de la Universidad de Columbia (Nueva York). “Hay una posibilidad importante de que el impacto de esta crisis sea más duradero de lo que pensábamos en un principio. El gran peligro para Moscú son los tres o seis próximos meses: si los países importadores de su gas y petróleo consiguen proveedores alternativos y contratos a largo plazo, difícilmente volverán”.
En el futuro, muy probablemente, el mundo mirará a los dos meses transcurridos desde la invasión rusa de Ucrania como el gran catalizador de una revolución de las relaciones geoeconómicas que tuvo como epicentro al mundo energético y a las materias primas. “Estamos ante una disyuntiva entre valores y economía en la que, esperemos, acaben imponiéndose los primeros y, con ellos, la civilización”, enfatiza por teléfono Mauricio Cárdenas, exministro de Energía de Colombia.
Lo que sigue es una radiografía de la posición de algunos países, bloques o regiones fundamentales en el gran juego de la energía que ha detonado la agresión rusa en Ucrania:
Europa: seguridad de suministro a cualquier precio
El Viejo Continente es el epicentro de la sacudida. El desarrollo del pulso entre la UE y el Kremlin determinará en buena medida la rapidez e intensidad de las repercusiones globales. Rusia es el principal suministrador de energía de la UE —el 40% del gas y la cuarta parte del petróleo—, una dependencia que se dispara en varios países del centro, el este y el norte, lo que convierte cualquier maniobra para renunciar abruptamente a la energía rusa en un gesto con importantes consecuencias económicas.
Encontrar sustituciones inmediatas para dejar de financiar al país agresor y compensar un corte total es imposible. La cruda realidad es que varios países cultivaron miopemente una relación tóxica con Rusia. Ahí está el caso alemán, que no solo siguió reforzando los nexos durante décadas, sino que descuidó preparar alternativas hasta el punto de que no tiene ni siquiera una planta regasificadora (España dispone de seis). Pero son muchas otras las naciones con alta dependencia, como Italia.
En esta tesitura, mientras otros países de Occidente han dado pasos decididos de alejamiento de la energía rusa gracias a una mezcla de reducida exposición y capacidad de producción interna, la UE afronta graves dificultades para avanzar. Los Veintisiete han adoptado un embargo sobre las importaciones de carbón ruso que entrará en vigor en agosto y ahora debaten con tensión cómo proceder en las áreas del petróleo y el gas, mucho más rentables para Rusia. Salvo sorpresa, el embargo progresivo al crudo ruso llegará en los próximos días.
En los dos meses transcurridos desde el inicio de la guerra, Rusia lleva ingresados 63.000 millones de euros en exportaciones de petróleo, gas y carbón, según las cifras del think tank ambientalista CREA. En gran medida, con países de la UE como destinatarios.
La sustitución del crudo ruso es más fácil porque es un mercado más global, porque la logística de transporte/recepción/tratamiento es menos compleja y porque hay productores con capacidad inutilizada. El gas, en cambio, es un caso más complejo: los gasoductos son esenciales y no se improvisan, y el transporte con barco sufre cuellos de botella, tanto por la capacidad limitada de las terminales de regasificación como por la debilidad de las interconexiones para distribuir el combustible entre algunos Estados miembro. Problemas, todos ellos, que no se podrán superar en el corto plazo.
“Hasta ahora, la respuesta de la UE a esta situación ha sido fragmentada, descoyuntada”, observa Simone Tagliapietra, experto en la materia del centro de estudios Bruegel. “Hemos visto a Italia ir a buscar nuevos suministros en Argelia y otros países africanos; a Alemania negociar fletes de gas natural licuado (GNL) con Qatar… Varios países, cada uno por su lado, buscando unidades de regasificación, y España y Portugal reclamando un tratamiento preferencial [en el mercado eléctrico]. Mayo debería ser el mes de un cierre de filas”.
Tagliapietra esboza dos grandes líneas de acción: compras comunes —no en el sentido de contratación por parte de Bruselas, pero sí de un respaldo de diplomacia activa a negociaciones de conjunto ante los productores— y una estrategia de almacenamiento de reservas coordinada. Por otra parte, sostiene, también será necesario impulsar una reducción del consumo: “Las elecciones francesas han pasado. Es el momento de aceptar que hay que reconducir la demanda. Bajar los precios con subsidios horizontales no es una opción. Hay que dejar que los precios estimulen una reducción de la demanda y concentrarse en apoyar a los sectores sociales que realmente lo necesitan”. Un punto, este últimos, en el que también incide el FMI: las ayudas, dice, deben centrarse en los más vulnerables.
A medio y largo plazo, la solución central pasa por un impulso poderoso a las renovables. La Comisión pretende dar alas a todo el abanico, con la eólica y la solar al frente. El acelerón también afectará al hidrógeno. Hay debate con respecto a la nuclear, que en su proposición de taxonomía la Comisión considera como una inversión verde. Alemania tiene previsto desconectar este año sus tres últimas centrales. El debate es acalorado, pero, cuestiones ideológicas al margen, la complejidad técnica de prolongar la vida de estas instalaciones —y mucho más, construir nuevas— reduce el margen de acción.
En definitiva, en el corto plazo no parece viable un incremento que compense completamente la pérdida de un bloqueo total, y por ello la UE contempla escenarios de desconexión de Rusia escalonados. Paolo Gentiloni, comisario europeo de Economía, ha declarado que la Comisión pondera un objetivo de reducción del conjunto de las importaciones de gas y petróleo de Rusia de dos tercios para finales de año para llegar a cero en 2027.
Se debaten distintos tipos de soluciones, que incluyen la aplicación de tarifas o topes de precios. En el caso del crudo, se considera que las tarifas podrían inducir a Rusia a bajar sus precios, limitando así sus ganancias sin causar una disrupción total en Europa. Rusia puede redirigir parte de las exportaciones a otros países, pero reorientar su totalidad es un desafío logístico descomunal. En el caso del gas, la UE tiene menos alternativas, pero Moscú no puede redirigir a terceros países lo que viaja hacia Occidente por gasoducto.
Mientras se estudian estas opciones, se buscan productores alternativos. “Hay pocos lugares donde se pueda sacar gas natural más rápido que en EE UU”, dice Luisa Palacios, de la Universidad de Columbia. “Aun así, a corto plazo no puede suplir todo lo que envía Rusia por gasoducto. Las matemáticas, simplemente, no dan: tener lista toda la infraestructura de importación, especialmente en el caso alemán llevará de uno a dos años”. ¿Y después? “A medio plazo sí, pero tendrán que intervenir dos factores más: una menor demanda y, sobre todo, una aceleración de la transición energética”, añade. Tagliapietra subraya también la importancia de fijar contratos de largo plazo que incentiven inversiones por parte de productores.
En cualquier caso, EE UU por sí solo no será suficiente. Y esto expondrá a la UE a la difícil reformulación de relaciones con regímenes dictatoriales desde la posición de notoriamente necesitado cliente.
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