La reciente medida presentada en el Congreso de Estados Unidos, que propone un impuesto del 5 por ciento sobre las remesas, no debe ser vista únicamente bajo el prisma fiscal; es también un significativo aviso en el ámbito político. Esta disposición no solo impactará a millones de familias mexicanas, sino que evidencia un patrón preocupante en el que el migrante se convierte en un peón dentro de estrategias políticas de gobiernos que, pese a sus diferencias retóricas, comparten una lógica populista similar.
Desde la Casa Blanca, la administración de Donald Trump ha reavivado su táctica de polarización, abogando por fronteras cerradas y creando muros tanto físicos como simbólicos. La propuesta de gravar las remesas se presenta como una forma de castigar, no simplemente de recaudar; su propósito es mostrar quién posee la autoridad y quién queda relegado.
La respuesta oficial de México ante esta propuesta ha sido de rechazo, aunque esta postura tiene ciertos límites. En la práctica, el migrante es valorizado en términos de la economía que sostiene con sus envíos, eclipsando los derechos fundamentales que le corresponden. Es aclamado en declaraciones públicas, pero es despojado de representación efectiva, lo que revela que el reconocimiento otorgado es superficial y utilitario.
Este enfrentamiento entre dos formas de populismo resulta en un fenómeno tangible: políticas como el impuesto a las remesas no solo son simbólicas, sino que generan daños concretos. Denotan una ciudadanía recortada que desestima el derecho a la movilidad y muestran cómo los gobiernos se benefician del migrante mientras lo excluyen de la participación en los pactos democráticos.
A pesar de la situación, el flujo de remesas no ha cesado. Los migrantes continúan enviando dinero, incluso en medio de amenazas, porque su voluntad de apoyar a sus familias y comunidades supera cualquier tipo de castigo. Su travesía no es simplemente una fuga, sino un acto de sostener a quienes dejan atrás, desafiando así los límites impuestos por ambas naciones.
Los gobiernos son conscientes de que los migrantes no dejan de enviar apoyo. Por eso, se sienten en la libertad de utilizarlos como dianas políticas. El verdadero golpe infligido por estas políticas no es fiscal, sino moral; se traduce en la negación de la dignidad, en la suspensión de derechos, y en la silenciación de voces que deberían formar parte activa de la conversación democrática.
Las políticas migratorias fundamentadas en la amenaza y no en la justicia están destinadas a administrar seres humanos en lugar de garantizar sus derechos. Hasta ahora, ni Estados Unidos ni México han logrado desarrollar un modelo binacional que reconozca la compleja realidad de millones de personas que habitan entre dos naciones. Los migrantes no son meramente remitentes de dinero o infractores de leyes; son trabajadores, padres, estudiantes y comunidades en tránsito, lo que exige respuestas más profundas que simples gestos simbólicos.
Es necesario trascender la narrativa que reduce al migrante a ser un héroe funcional o un adversario conveniente. Urge reconocerlos como sujetos políticos plenos con derechos. Esto requiere más que cambios legislativos; implica una profunda transformación cultural y social que permita abrir vías para una participación real y replantear la migración como un elemento integral de la sociedad.
Cuando las ideologías populistas, sean de derecha o de izquierda, coinciden en la exclusión, defender a los migrantes deja de ser un simple acto humanitario y se transforma en una necesidad democrática. Este momento es urgente y no se debe tratar solo de monedas, sino de símbolos de identidad y pertenencia.
El desafío actual es claro: se requiere una reflexión profunda sobre el papel de los migrantes en nuestras sociedades. Este es un tema que, lejos de ser solo un asunto económico, toca las fibras esenciales de la dignidad humana y resuena en nuestras democracias, que deben elegir entre ser meras pantallas o reflejos genuinos de la convivencia diaria.
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