En un contexto donde la política ha sido definida en muchos sentidos por la mercantilización de sus procesos y resultados, es fundamental reflexionar sobre los impactos que esta transformación ha tenido en la sociedad. La percepción de la política como una mercancía se incrementa, y con ello, la desconfianza hacia las instituciones y líderes que, en lugar de representar el interés público, parecen más interesados en el beneficio personal.
La creciente desigualdad social y económica que enfrentan muchas naciones ha dejado claro que los intereses de los ciudadanos a menudo no están en la agenda de quienes dirigen. Este fenómeno ha generado un descontento profundo entre la población, la cual a menudo se siente atrapada en un sistema que prioriza el ingreso y el poder sobre el bienestar común. En este marco, la política ha sido cooptada por intereses privados, donde cada decisión parece motivada más por la ganancia económica que por un deseo genuino de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos.
Este viraje hacia la mercantilización de la política también se ha visto reflejado en el lenguaje y las estrategias comunicativas que utilizan los actores políticos. Las campañas se han transformado en espectáculos, donde la apariencia y la imagen toman el protagonismo sobre las propuestas sustantivas. Esto ha conducido a una política superficial, donde el electorado es tratado como un consumidor más que como un participante activo en la democracia. La esencia de los valores democráticos se diluye cuando el enfoque está puesto en la venta de productos políticos, en lugar de promover una discusión franca sobre el futuro del país.
A medida que esta tendencia continúa, se hacen evidentes los peligros de la falta de ética en la política. El deterioro de la confianza en las instituciones representa un gran riesgo para la estabilidad social. Cuando la ciudadanía pierde la fe en el sistema que le debería servir, el resultado es un círculo vicioso de apatía y desinterés, donde la falta de participación conduce a una mayor desconexión entre el público y sus representantes.
Este fenómeno no es exclusivo de un país o región. A nivel mundial, las voces de descontento se alzan, y los movimientos ciudadanos surgen como respuesta a la mercantilización del poder. Sin embargo, este impulso por recuperar el sentido de comunidad y responsabilidad civil debe concretarse en acciones que trasciendan las palabras. Es esencial que la población exija transparencia, rendición de cuentas y que los líderes políticos respondan a sus necesidades genuinas.
El camino hacia una política más ética y responsable no es sencillo, pero comienza con la revalorización de lo que significa el compromiso político. Implica un esfuerzo conjunto para democratizar no solo el proceso electoral, sino también las formas en que se construye el conocimiento político y se fomenta la participación ciudadana. La política debe ser entendida nuevamente como un espacio de construcción colectiva en beneficio de todos, no como un negocio en la búsqueda de lucro personal.
La invitación es clara: retomar el diálogo sobre el significado y los valores que deben guiar la acción política. La esperanza reside en la capacidad de la sociedad para articular un nuevo contrato social que priorice lo colectivo sobre lo individual. Así, se puede sentar las bases de un futuro en el cual la política no sea una mercancía, sino un verdadero servicio a la ciudadanía. Este es el reto que enfrenta la sociedad en su conjunto, y el momento de actuar es ahora.
Esta nota contiene información de varias fuentes en cooperación con dichos medios de comunicación